El antropólogo y periodista Joris Luyendijk sabía tanto como cualquier hijo de vecino sobre los misterios de la actividad financiera: apenas un par de tópicos. Los banqueros eran para él unos tiburones que urden siniestras intrigas en un mundo felizmente ajeno al nuestro. Hasta que le encargaron explorar las aguas del dinero. Pertrechado con los instrumentos de las ciencias sociales y el olfato de un sabueso, nuestro audaz investigador se arrojó sin miedo al tanque de los escualos, también conocido como City londinense. Durante dos años de inmersión conversó con ejecutivos y secretarias, con entusiastas y escépticos, con triunfadores y derrotados; interrogó a agentes de bolsa, especuladores, informáticos, contables y relaciones públicas: más de doscientos individuos que (a menudo sin advertirlo) rompieron el código de silencio para sacar a la luz las entrañas de la fiera. Esos delatores involuntarios mostraron sus vergüenzas y sus vanidades; hablaron de acuerdos opacos, inversiones fraudulentas y enredos laberínticos; explicaron la feroz mecánica de los contratos, las prebendas y los despidos, la angustia de los objetivos desorbitados y el vértigo de las cifras astronómicas; alardearon de ascensos fulminantes y lamentaron caídas bochornosas; denunciaron el abrumador chantaje de los incentivos; celebraron o deploraron la embriaguez de los sueldos mayúsculos. Algunos incluso reconocieron que en el año 2008, tras el hundimiento de Lehman Brothers, acopiaron alimentos, compraron oro y prepararon la evacuación de sus hijos al campo. Casi todos coincidieron en que los hábitos no han cambiado desde entonces. Nadie, en el fondo, entendía nada.Luyendijk emergió de su temporada en el infierno con una incertidumbre pavorosa. ¿Y si el auténtico enemigo no fuesen esos brujos incapaces de gobernar su propia brujería? ¿Y si la famosa mano invisible sostuviera una bomba cuyo detonador no tiene ni amo ni lógica? Aquí seguimos: a la espera del próximo estallido.